Los últimos días de nuestro viaje por México nos llevaron unas cuatro horas al norte de Ciudad de México, hasta San Miguel de Allende – una ciudad llena de color, orgullosa de su título de Patrimonio Mundial desde hace años. Ya habíamos estado aquí antes, aunque siempre en el centro histórico. Esta vez, salí un poco más lejos, y desde el cielo descubrí un paisaje que me dejó sin palabras – salvaje, pero a la vez familiar.

Una mañana y una noche de luz

Las tomas aéreas nacieron al amanecer, cuando los primeros rayos del sol acariciaban los colores de la ciudad, y también al anochecer, cuando las luces navideñas envolvían las calles en un brillo cálido. Estos contrastes – la luz suave del alba contra el oro brillante del anochecer – pintaron una escena áspera y delicada a la vez, un baile entre la naturaleza y la fiesta.

Un tesoro inesperado

San Miguel de Allende se reveló con otra cara, más allá de sus callejones estrechos. El paisaje se abrió en colinas llenas de color, un contraste que desde lo alto cobra vida propia. Quien observa desde arriba, siente la magia de una ciudad que respira historia y luz.